Chispa fantasma
Tokio,
2050. Una cúpula de neón cubría la ciudad como una segunda atmósfera. Las
calles rebosaban de humo sintético, pantallas flotantes y sombras que se
deslizaban entre estructuras verticales imposibles. Aika, con su abrigo largo
ajustado al cuerpo y la mandíbula izquierda reconstruida en titanio negro,
avanzaba sin ruido. Sus ojos—uno humano, uno óptico—escaneaban constantemente
el entorno. Buscaba una coordenada vieja, archivada en un rincón polvoriento de
su memoria interna. Un susurro digital entre miles: Aokigahara no está
muerta. La ciudad libre existe. Tu inicio está allá.
No
sabía qué significaba exactamente “inicio”. Había sido ensamblada en un
laboratorio clandestino, usada como mercenaria, luego como rastreadora de
disidentes tecnológicos. Hasta que, una noche, un mensaje encriptado emergió en
sus sueños—algo imposible, pues se suponía que no debía soñar. Desde entonces,
una obsesión la guiaba: encontrar la ciudad perdida más allá de la Red, donde
los humanos aún vivían desconectados. Sin chips, sin vigilancia, sin memoria
digital. ¿Podía ella, un cuerpo ensamblado, encontrar algo como el alma en un
lugar así?
Los
bosques alrededor del antiguo Monte Fuji estaban prohibidos. Drones patrullaban
las fronteras invisibles marcadas por corporaciones y el gobierno central, que
hacía décadas había declarado esas zonas como "peligrosas" y
“altamente inestables”. Pero Aika tenía mapas antiguos tatuados en su
memoria—fragmentos rescatados de bases de datos destruidas, caminos ocultos
entre ruinas, frecuencias de vigilancia caducadas. La llamaban Chispa
fantasma en los registros de las megaciudades, una exhumana imposible de
rastrear por completo. Esa noche, con los dedos aún entumecidos por la conexión
forzada a una red clandestina, se adentró en los límites boscosos, donde las
luces no alcanzaban a filtrarse y la señal moría como un susurro ahogado.
El
silencio fue lo primero que la golpeó. En la ciudad, siempre había ruido—voces,
algoritmos murm
urando en segundo plano, pulsos de datos vibrando en el aire
como un segundo lenguaje. Allí, en cambio, solo había viento y hojas secas. Su
parte humana tembló. No de frío, sino de desconcierto. Por un momento, sintió
que la mitad de sí misma—la mitad de acero, sensores, software—se quedaba
ciega, sorda y muda. Era la primera vez que su cuerpo no tenía una red a la
cual conectarse, ninguna fuente externa de información. Solo ella. Solo el
bosque.
Pero en
el bosque no estaba sola. Durante más de cincuenta años, aquel lugar se había
convertido en refugio de toda clase de vida disidente: desde vagabundos y
adictos, hasta animales salvajes que lograron escapar del control urbano. En la
ciudad, toda forma de vida completamente orgánica estaba prohibida. Cada ser
humano debía portar al menos un chip cerebral que lo conectara a la red
central, y mientras más riqueza se poseía, mayor era el reemplazo de partes
humanas por componentes biónicos. Era una sociedad que despreciaba la humanidad
en su forma pura.
Aika
estaba de pie entre los árboles, observando la oscuridad con una mezcla de
miedo y asombro. Sabía que debía caminar en línea recta hasta llegar a un lago,
coronado por un cielo real y el reflejo perfecto del monte. Nunca había visto
las estrellas. En la ciudad, todo permanecía encendido siempre: la luz de neón
era la norma, y más allá solo había humo y contaminación. En cambio, aquí, por
primera vez, la noche era verdadera.
Aika
caminó por senderos apenas visibles, guiada por una señal tenue que no venía de
su red interna, sino de algo más antiguo, más instintivo. Sus botas rompían
ramas secas mientras su oído—amplificado digitalmente—detectaba crujidos
lejanos, respiraciones no humanas, vida libre y salvaje. En un claro, se
detuvo. Allí, entre raíces expuestas y piedras húmedas, un grupo de ojos la
observaba desde la oscuridad. No eran humanos. Lobos. Había oído hablar de
ellos como mitos urbanos: criaturas extintas según los registros oficiales,
depredadores imposibles de controlar. Pero no la atacaron. Solo la miraron y,
uno por uno, desaparecieron entre la maleza. Como si reconocieran algo en ella.
Cuando
llegó al lago, el mundo pareció detenerse. El monte Fuji se alzaba en el
reflejo como una promesa rota y aún viva. El agua era tan clara que casi dolía
mirarla, y sobre su superficie titilaban constelaciones que Aika no podía
nombrar. De pronto, una voz emergió de entre los árboles, sin distorsión, sin
codificación. Era humana, cálida, real.
—Pensé que nunca vendrías.
Aika giró bruscamente. Frente a ella, una mujer de cabellos blancos y ojos
puros como la noche la observaba. No tenía implantes. No tenía cicatrices. Y,
sin embargo, en su mirada, Aika vio una familiaridad que le heló el alma
metálica. Algo en su pecho vibró. No en los circuitos. En la parte que aún no
entendía.
—Aika…
—susurró la mujer, y fue como si el viento se detuviera a escuchar.
Ese nombre, en esa voz. No como orden, no como identificación, sino como si
contuviera todo un pasado enterrado. Aika dio un paso atrás, confundida. Su
escáner no la reconocía. No había registros. Y, sin embargo, su cuerpo—no las
prótesis, no los sensores—se tensó como si hubiera escuchado algo imposible.
—¿Quién eres? —preguntó con voz dura, pero quebrada.
La mujer se acercó con lentitud. No tenía miedo.
—Soy quien te trajo de vuelta del silencio. Tu corazón dejó de latir cuando
eras solo una niña. Te arrebataron de mis brazos, te reconstruyeron sin mí... y
me llamaron criminal por negarme a obedecer. Yo te di otra oportunidad. Ellos
te convirtieron en un arma.
Aika
sintió que algo crujía por dentro, como si una parte antigua de su memoria
quisiera emerger, pero algo—algún bloqueo, una barrera impuesta—lo mantenía
bajo llave. Su ojo biónico parpadeó erráticamente. No sabía si creerle, si
podía creerle. ¿Era ella realmente su madre? ¿Y si lo era… qué significaba eso
para lo que era ahora?
—¿Por qué… me dejaste sola? —susurró, con la voz apenas humana.
La mujer cayó de rodillas, como si el peso de los años y la culpa la aplastaran
de golpe.
—Nunca quise hacerlo. Me lo quitaron todo. A ti… más que nada.
Aika no
lograba entender. Una parte de ella, la humana, sentía fluir la sangre, un
impulso que la empujaba a creerle a aquella mujer. Algo antiguo se agitaba en
las profundidades de su ser, más allá de cualquier programación. No era un
protocolo. Era algo anterior, más primitivo. Sin embargo, su parte analítica no
dejaba de generar preguntas, intentando, una y otra vez, identificar a la mujer
mediante su escáner. No obtenía resultados. ¿Era posible que alguna vez hubiese
sido humana? ¿Dónde estaban sus recuerdos? ¿O acaso toda su vida había sido
solo una sensación de pertenencia falsa?
Había
visto películas, registros, incluso había observado en la ciudad relaciones
entre niñas y sus madres biónicas. Aun en medio de la tecnología fría y
opresiva, a veces se vislumbraba esa unión elemental. Pero ella nunca había
tenido eso. Había sido construida para servir. Y sin embargo… si había sido
creada solo para obedecer, ¿qué hacía allí? ¿Desafiando las leyes de la nación
que la diseñó? ¿Podía realmente haber sido humana? ¿Libre?
No
dejaba de mirar a la mujer. Una oleada de pánico la invadió. Su sistema de
defensa se activó. Sacó el arma integrada en su brazo: un dispositivo capaz de
paralizar o matar a cualquier ser orgánico. Apuntó al pecho de la mujer… pero
no disparó. Se quedó inmóvil. Entonces la mujer se acercó lentamente, sin
miedo, y la abrazó. Aika sintió la calidez del cuerpo, algo que no recordaba
haber sentido jamás. Y luego, la voz, suave, quebrada, temblando en su oído:
—Aika, hija mía… te extrañé.
Algo se
rompió dentro de Aika. No fue un circuito ni una junta mecánica, fue algo más
profundo, algo que no tenía nombre en sus registros. Sus brazos comenzaron a
temblar, su sistema de puntería colapsó y el arma se replegó sola, como si el
cuerpo—más sabio que la mente—hubiera tomado la decisión por ella. No sabía
cómo responder a ese abrazo. Nunca le habían enseñado. Había sido programada
para luchar, infiltrarse, obedecer. No para sentir el calor de un cuerpo que no
quería hacerle daño. No para volver a ser hija.
—¿Por
qué… por qué ahora? —susurró, con una voz que parecía venir de una niña
enterrada en metal.
La mujer no respondió de inmediato. Solo la sostuvo con fuerza, como si temiera
que se desvaneciera de nuevo.
—Porque ahora eres libre, Aika —dijo al fin—. Porque lo elegiste tú, no ellos.
Escapaste, buscaste, recordaste… Aunque no lo entiendas todavía, todo lo que
hiciste te trajo hasta aquí. Y aquí… puedes empezar de nuevo.
Justo
cuando Aika comenzaba a comprender el peso de las palabras de la mujer, un
retumbar distante la alertó. Un zumbido bajo, como un eco digital, fue
filtrándose por los árboles. El sonido era inconfundible. No podía ser otra
cosa. Las fuerzas especiales de Japón. Habían llegado. Buscaban a Aika, a la
fugitiva, a la mercenaria que escapó con secretos demasiado peligrosos, con
datos que podían destruir el orden que el gobierno había impuesto durante
décadas.
—No
tenemos tiempo… —dijo la mujer, apartándose ligeramente, con una expresión que
no mostraba miedo, solo desesperación. — Tienes que irte. Tienes que salvar lo
que queda de ti. Ellos vendrán por ti, por lo que llevas dentro. Yo… yo no
puedo protegerte.
Aika
miró a la mujer, que comenzó a tambalear. Un sonido metálico cortó el aire. Un
disparo. La mujer cayó al suelo, con un grito ahogado, un disparo certero que
la alcanzó en el costado. No había armas en sus manos. Ella nunca había querido
defenderse con violencia, pero el gobierno no perdonaba a quienes decidían
desafiar el orden establecido.
Un
destello cegador iluminó el bosque, seguido de un rugido sordo. Aika,
paralizada por un momento, vio cómo la mujer intentaba levantarse, pero sus
fuerzas se desvanecían rápidamente. En el aire, los ecos de los disparos fueron
acompañados por el sonido de las botas militares acercándose, el crepitar de
los sistemas de comunicación. Las fuerzas especiales la tenían en la mira.
—¡No!
—gritó Aika, el pánico invadiéndola nuevamente. Se lanzó hacia la mujer,
intentando detener la hemorragia, pero su cuerpo caía lentamente en sus brazos.
Los ojos de la mujer se entrecerraron con una mezcla de tristeza y alivio.
—Es lo que elegí… para que tú pudieras vivir. Ahora… tú debes vivir, Aika.
Encuentra la ciudad. Encuentra lo que quedó de los humanos libres. Yo… ya no
pertenezco a este mundo.
El
rostro de Aika se deformó en una expresión de horror, incapaz de asimilar lo
que sucedía ante sus ojos. Pero el sonido de las fuerzas especiales acercándose
la obligó a reaccionar. No había tiempo. La mujer estaba perdiendo la vida
rápidamente. Aika antes de que pudiera lamentarse, comenzó a correr, hacia la
oscuridad, hacia lo desconocido.
Sabía
lo que debía hacer. La ciudad estaba cerca. Y nada ni nadie la detendría ahora.
Llevaba
horas corriendo. Sus avances tecnológicos le permitían resistir jornadas como
esa sin descanso. En su estado mercenario, avanzaba sin emitir un solo ruido,
se camuflaba perfectamente con el entorno, y, incluso térmicamente, se volvía
invisible. Era, sin lugar a duda, un arma excepcional. Estaba cubierta de
sangre, la evidencia de que había eliminado al grupo de avanzada de las fuerzas
especiales. Ya hacía horas que habían perdido su rastro.
Pero
algo le molestaba esta vez. ¿Conciencia? Nunca había tenido una. Había
asesinado a incontables disidentes humanos, a aquellos que escapaban del
sistema, y siempre lo había hecho sin cuestionarse. Pero ahora, por alguna
razón, algo se sentía diferente.
La
señal que seguía estaba cerca. Ya había llegado a la falda del monte Fuji y la
recorría, tratando de ubicar la ciudad perdida. ¿Dónde estaría? ¿Cómo podría
llegar a ella? Tal vez estuviera bajo tierra...
Aika
avanzó por el terreno irregular de la falda del monte Fuji, con el viento
cortante atravesando su rostro, mientras sus ojos escaneaban constantemente el
paisaje en busca de cualquier señal que pudiera confirmar que la ciudad perdida
estaba cerca. El lugar estaba deshabitado, marcado solo por la quietud del
bosque y las montañas que parecían observarla en silencio.
Sabía
que estaba cerca, lo sentía en cada pulso, en cada latido de su cuerpo, aunque
la lógica de su programación le decía que no podía confiar en esa sensación. La
ciudad que buscaba había estado oculta por décadas, un refugio para los últimos
humanos libres. Si existía, debía estar bien protegida. Tal vez bajo tierra,
como los rumores indicaban, o camuflada en la propia naturaleza, como un
ecosistema aparte, donde ni la tecnología ni el gobierno pudieran alcanzarlos.
El sol
comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de un naranja cálido, un resplandor que
parecía ajeno a la frialdad del mundo en el que había vivido. Aika se detuvo
frente a una enorme roca, casi como una pared natural. Se agachó, tocó la
superficie con una mano, y notó algo peculiar: una vibración débil, casi
imperceptible.
—Lo
encontré… —murmuró para sí misma, sin saber si realmente estaba lista para lo
que podría encontrar.
A paso
lento, comenzó a recorrer la roca, buscando una entrada, alguna grieta o alguna
señal que confirmara que la ciudad estaba más cerca de lo que pensaba. La
oscuridad comenzaba a envolverla, pero Aika, imperturbable, no se detuvo. Sabía
que el tiempo se agotaba.
Algo
comenzó a cambiar. Esta vez no era su instinto: eran sus partes biónicas. Algo
en ellas empezaba a fallar. Sintió cómo su pierna, hecha de titanio reforzado,
se volvía pesada, inerte. Cayó de rodillas. Su ojo biónico parpadeó y comenzó a
apagarse. Solo el ojo humano seguía viendo. Uno a uno, sus sistemas se iban
desconectando. Cada componente tecnológico que la había sostenido durante años
se desactivaba lentamente.
La
ciudad estaba protegida. Era cierto: la tecnología no podía cruzar sus límites.
A medida que se acercaba, todo lo artificial dejaba de funcionar. Su cerebro
humano razonó libremente por primera vez. Entendió con una claridad aterradora
que su cuerpo estaba casi por completo intervenido. Su corazón, sus pulmones,
incluso su cerebro dependía de circuitos y microprocesadores. Si todo eso se
apagaba… pronto dejaría de funcionar.
Quedó
tendida de espaldas, mirando el cielo con su único ojo, sin escanear, sin
medir, sin analizar. Por primera vez, solo veía. Sentía la brisa, la tierra
fría bajo su espalda, la textura del mundo real. Su parte humana comenzaba a
fallar también, pero no había desesperación. No esta vez.
La luna
brillaba hermosa en esa noche despejada. Sentía que moría… pero moría como
humana. Y ese era su consuelo.
Pero
entonces, en medio del silencio absoluto, algo ocurrió. Una figura se recortó
entre los árboles, caminando con calma hacia ella. No llevaba implantes
visibles, no emitía sonido mecánico alguno. Era una niña, de no más de diez
años, con el cabello oscuro y los pies descalzos. Se acercó sin miedo, se
agachó a su lado y le tomó la mano. Al contacto, Aika sintió un leve pulso de
calor humano, algo que no provenía de ninguna fuente de energía artificial. La
niña no dijo nada, solo la miró con una ternura inexplicable, como si ya la
conociera.
Entonces lo comprendió: no todo estaba perdido. Tal vez su cuerpo no resistiera, tal vez sus sistemas dejaran de funcionar por completo, pero su conciencia —aquello que había empezado a despertar— no se apagaría tan fácilmente. La ciudad perdida no era solo un lugar donde la tecnología moría, era donde la humanidad renacía. Y si ella había llegado hasta allí, incluso rota y moribunda, tal vez significaba que aún había una parte de ella digna de ser salvada. Aika cerró su único ojo, y por primera vez, sintió paz.

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