Estación Kugane


Naoko descubrió la estación olvidada una noche de abril, mientras hojeaba planos amarillentos en el archivo municipal. No buscaba nada en particular, solo mataba el insomnio escarbando entre papeles que olían a polvo y tiempo. En uno de los mapas de la línea Marunouchi, trazado a mano y fechado en 1943, había una pequeña marca entre las estaciones de Yotsuya y Akasaka-Mitsuke: un nombre escrito con tinta desvanecida, casi borrado. Kugane. No recordaba haberlo escuchado jamás.

Llevaba el mapa en el asiento del copiloto; algo la llamaba a buscar el lugar marcado. La noche estaba cálida, la primavera en su plenitud, y las flores de cerezo se abrían para encantar a los transeúntes. Una gota de sudor corrió por la frente de Naoko. No era el calor de la noche: estaba ansiosa por el descubrimiento. Algo la llamaba a ese lugar. Bajó el vidrio del auto y dejó entrar la brisa que producía la velocidad.

Tuvo que estacionar cerca de Yotsuya. Aún le quedaban un par de calles
hasta el punto indicado en el mapa. Cuando estaba llegando, sintió un latido en la mano. Por un momento pensó que el mapa estaba vivo, pero razonó que quizás había sido su propia mano. Aun así, había algo extraño en esa sensación, en aquel llamado difuso a perseguir el punto marcado.

El callejón al que llegó no figuraba en los mapas modernos. Era un pasadizo estrecho entre dos edificios de oficinas, tan delgado que apenas podía caminar sin rozar las paredes. Al fondo, una reja oxidada bloqueaba el paso. Pero más allá, en la penumbra, alcanzaba a ver lo que parecía una antigua entrada de metro: una escalera de piedra descendía hacia la oscuridad, cubierta de musgo y hojas secas.

Naoko empujó la reja con fuerza. Crujió con un gemido metálico que le recordó a una bisagra olvidada en una casa vacía. Bajó los primeros escalones con cautela. No había luz, salvo la débil claridad de la luna que se filtraba desde arriba. Cuando pisó el cuarto escalón, el suelo vibró bajo sus pies, y un sonido grave, lejano, pareció surgir desde las profundidades: el chirrido de rieles... y un tren que se acercaba.

Nunca llegó a pisar el quinto escalón. En un parpadeo, se encontró dentro de un vagón de metro. Las luces artificiales la deslumbraron. Cuando empezó a enfocar la vista, se dio cuenta de dónde estaba: los asientos de plástico rojo y blanco, los tubos cromados, las asas para sujetarse... Todo era como el metro de Tokio, pero más antiguo, de una época sin tanta tecnología. Lo más extraño era que no había puertas, solo ventanas. Ventanas y una música sonando, suave e hipnótica.

Por la ventana se veía el mar. Le pareció extraño, porque esa línea recorre el centro de Tokio. No hay mar cerca. Además, Naoko recordaba haber caminado de noche, pero el paisaje reflejaba un atardecer melancólico. Miró a ambos lados: solo había mar, y una gran línea de tren frente al vagón. Fue entonces cuando se percató de algo más inquietante. No había maquinaria, ni locomotora, ni rieles visibles. Solo el vagón en el que ella estaba, recorriendo una línea interminable sobre el mar.

El reflejo del sol poniente se deslizaba por la superficie del agua como si el océano respirara lentamente. Naoko se acercó a la ventana y apoyó la mano en el vidrio. Estaba tibio, como si fuera real, como si ese sol existiera en otro tiempo. Entonces, la música cambió. Los acordes se volvieron más profundos, casi tristes, como si alguien tocara un piano desde el fondo del mar.

Una voz surgió desde los altavoces, suave pero clara, sin interferencias:
—Estación final: Kugane.
Neko se estremeció. Ese era el nombre que había visto en el mapa. No recordaba haber mencionado ese nombre en voz alta, ni a nadie. El vagón empezó a desacelerar. A lo lejos, entre la bruma marina, comenzó a formarse la silueta de un muelle… o algo parecido a una plataforma. Pero no parecía una estación. Parecía una casa. Una casa muy familiar.

Cuando el vagón se detuvo, pensó que aparecerían puertas para que pudiera bajar, pero no fue así. La casa que veía a través del vidrio la reconoció de inmediato. Hacía más de veinte años que no iba a aquel lugar. En realidad, no podía ir a ese lugar: se había incendiado cuando tenía diez años, y sus padres murieron en aquel siniestro. Desde ese día, su vida cambió. Pasó por varias casas de acogida y orfanatos, hasta que cumplió dieciocho y se fue a estudiar.

Ya hacía un tiempo que había terminado sus estudios de arquitectura, los mismos que la habían llevado a curiosear entre archivos antiguos en busca de planos del metro de Tokio. Muchas cosas habían pasado desde entonces. Amores perdidos, amistades olvidadas y otras aferradas a la piel. Dolores y alegrías por igual. Una vida bien vivida, en una sociedad que no permite ese tipo de existencia.

Se pasó la mano por la mejilla y se dio cuenta de que estaba llorando. Las lágrimas no paraban de recorrer su rostro. Había visto luz en la casa. Y siluetas por la ventana. Eran sus padres, caminando dentro. Sintió el impulso de salir corriendo, de romper el vidrio, de correr y correr hasta alcanzarlos. Abrazarlos. Despedirse. O quizás —un pensamiento fugaz cruzó su mente— quedarse con ellos y ser feliz, como cuando era niña.

El vagón tembló ligeramente, como si esperara una decisión. La música se detuvo. Un silencio espeso llenó el aire, como si todo contuviera la respiración. Naoko apoyó la frente contra el vidrio. Dentro de la casa, su madre pasó frente a la ventana. Tenía la misma expresión serena de siempre, la misma blusa de lino que usaba los domingos. Su padre estaba detrás, ajustando un marco torcido en la pared, como si nada hubiera pasado, como si el tiempo no los hubiera tocado.

Entonces, algo cambió. La imagen en la ventana parpadeó. Por un instante, la casa estaba quemada, ennegrecida, vacía. Luego volvió a estar viva. Naoko dio un paso atrás, confundida. Volvió a sonar la voz por los altavoces, esta vez más suave, casi compasiva:
—Kugane es la estación de lo que perdiste. No todos pueden bajar. Solo los que deciden quedarse.

Las luces del vagón titilaron. Naoko sintió que el vagón empezaba a moverse de nuevo. No había puertas. Pero quizá nunca las hubo

Naoko recordó su vida. Solo llevaba treinta años en este mundo, pero habían valido la pena. Pensó en sus amigos, en lo que le costó salir adelante. Pensó en sus deseos, en sus sueños. Amaba a sus padres, incluso ahora que estaban muertos, y deseaba que alguien la amara así: una hija, un hijo… o quizás varios, algún día. Pensó en el bello atardecer, en los momentos que vivió con ellos en aquella casa. Se sentían lejanos, casi irreales, pero aun así le daban calor. Sabía que había sido amada.

Eso la impulsó a seguir. Sus padres la amaban, pero nunca hubieran querido que se quedara en el recuerdo. Nunca hubieran querido que se quedara para siempre en un lugar sin tiempo. Naoko quería vivir. Necesitaba vivir, por lo que sus padres no habían podido.

El vagón comenzó a moverse. La música sonaba cálida, como un abrazo filial. Sentía a sus padres con ella y estaba feliz. Miró por la ventana y los vio, sonrientes, despidiéndose con la mano. Naoko volvió a llorar, pero esta vez de felicidad. Podía despedirse de ellos. Ese viaje le dio la oportunidad que la casualidad y la fortuna nunca pudieron darle.

De repente, el vagón frenó con suavidad, y la música se apagó. Naoko parpadeó. La casa, el mar, los recuerdos… todo desapareció. En su lugar, se encontró de pie en un parque, bajo un cielo nocturno de Tokio. Las luces de la ciudad brillaban a lo lejos, pero aquí, en este rincón apartado, el tiempo parecía haberse detenido. Las flores de cerezo caían lentamente, cubriendo el suelo como una alfombra de pétalos rosados, mientras una brisa fresca acariciaba su rostro.

El mapa ya no estaba en sus manos, y por un momento pensó en cómo aquel objeto había desaparecido. Era como si el destino lo hubiera llevado consigo, como si ahora fuera el turno de alguien más avanzar. En ese instante, comprendió: había vuelto al lugar exacto donde lo había encontrado, el mismo archivo de planos olvidados, para que otro tomara su lugar, para que alguien más viviera su propio viaje.

Estaba sola, pero no vacía. En su corazón, la calidez de un abrazo distante seguía resonando. Recordó la sonrisa de sus padres, cómo se despidieron con las manos agitadas. Un suave soliloquio interno la invadió: viviré por ti, por mí, por todo lo que pudo haber sido.

Naoko cerró los ojos, respiró profundamente, y cuando los abrió de nuevo, el parque ante ella parecía brillar con una luz especial, como si todo estuviera alineado de alguna forma perfecta. La ciudad seguía a lo lejos, pero el silencio y la paz del lugar la envolvían. A lo lejos, una campana sonó, y en ese instante, supo que había vuelto. No era un regreso a lo que perdió, sino un retorno a la vida que debía vivir, a la que aún tenía por delante.

Con una sonrisa ligera, comenzó a caminar hacia la salida del parque, la luna iluminando su camino. Tokio seguía ahí, pero ella había cambiado, y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Naoko se sintió en paz.

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