Estación Kugane
Llevaba el mapa en el asiento del copiloto; algo la llamaba
a buscar el lugar marcado. La noche estaba cálida, la primavera en su plenitud,
y las flores de cerezo se abrían para encantar a los transeúntes. Una gota de
sudor corrió por la frente de Naoko. No era el calor de la noche: estaba
ansiosa por el descubrimiento. Algo la llamaba a ese lugar. Bajó el vidrio del
auto y dejó entrar la brisa que producía la velocidad.
Tuvo que estacionar cerca de Yotsuya. Aún le quedaban un par
de calles
hasta el punto indicado en el mapa. Cuando estaba llegando, sintió un
latido en la mano. Por un momento pensó que el mapa estaba vivo, pero razonó
que quizás había sido su propia mano. Aun así, había algo extraño en esa
sensación, en aquel llamado difuso a perseguir el punto marcado.
El callejón al que llegó no figuraba en los mapas modernos.
Era un pasadizo estrecho entre dos edificios de oficinas, tan delgado que
apenas podía caminar sin rozar las paredes. Al fondo, una reja oxidada
bloqueaba el paso. Pero más allá, en la penumbra, alcanzaba a ver lo que
parecía una antigua entrada de metro: una escalera de piedra descendía hacia la
oscuridad, cubierta de musgo y hojas secas.
Naoko empujó la reja con fuerza. Crujió con un gemido
metálico que le recordó a una bisagra olvidada en una casa vacía. Bajó los
primeros escalones con cautela. No había luz, salvo la débil claridad de la
luna que se filtraba desde arriba. Cuando pisó el cuarto escalón, el suelo
vibró bajo sus pies, y un sonido grave, lejano, pareció surgir desde las
profundidades: el chirrido de rieles... y un tren que se acercaba.
Nunca llegó a pisar el quinto escalón. En un parpadeo, se
encontró dentro de un vagón de metro. Las luces artificiales la deslumbraron.
Cuando empezó a enfocar la vista, se dio cuenta de dónde estaba: los asientos
de plástico rojo y blanco, los tubos cromados, las asas para sujetarse... Todo
era como el metro de Tokio, pero más antiguo, de una época sin tanta
tecnología. Lo más extraño era que no había puertas, solo ventanas. Ventanas y
una música sonando, suave e hipnótica.
Por la ventana se veía el mar. Le pareció extraño, porque
esa línea recorre el centro de Tokio. No hay mar cerca. Además, Naoko recordaba
haber caminado de noche, pero el paisaje reflejaba un atardecer melancólico.
Miró a ambos lados: solo había mar, y una gran línea de tren frente al vagón.
Fue entonces cuando se percató de algo más inquietante. No había maquinaria, ni
locomotora, ni rieles visibles. Solo el vagón en el que ella estaba,
recorriendo una línea interminable sobre el mar.
El reflejo del sol poniente se deslizaba por la superficie
del agua como si el océano respirara lentamente. Naoko se acercó a la ventana y
apoyó la mano en el vidrio. Estaba tibio, como si fuera real, como si ese sol
existiera en otro tiempo. Entonces, la música cambió. Los acordes se volvieron
más profundos, casi tristes, como si alguien tocara un piano desde el fondo del
mar.
Cuando el vagón se detuvo, pensó que aparecerían puertas
para que pudiera bajar, pero no fue así. La casa que veía a través del vidrio
la reconoció de inmediato. Hacía más de veinte años que no iba a aquel lugar.
En realidad, no podía ir a ese lugar: se había incendiado cuando tenía diez
años, y sus padres murieron en aquel siniestro. Desde ese día, su vida cambió.
Pasó por varias casas de acogida y orfanatos, hasta que cumplió dieciocho y se
fue a estudiar.
Ya hacía un tiempo que había terminado sus estudios de
arquitectura, los mismos que la habían llevado a curiosear entre archivos
antiguos en busca de planos del metro de Tokio. Muchas cosas habían pasado
desde entonces. Amores perdidos, amistades olvidadas y otras aferradas a la
piel. Dolores y alegrías por igual. Una vida bien vivida, en una sociedad que
no permite ese tipo de existencia.
Se pasó la mano por la mejilla y se dio cuenta de que estaba
llorando. Las lágrimas no paraban de recorrer su rostro. Había visto luz en la
casa. Y siluetas por la ventana. Eran sus padres, caminando dentro. Sintió el
impulso de salir corriendo, de romper el vidrio, de correr y correr hasta
alcanzarlos. Abrazarlos. Despedirse. O quizás —un pensamiento fugaz cruzó su
mente— quedarse con ellos y ser feliz, como cuando era niña.
El vagón tembló ligeramente, como si esperara una decisión.
La música se detuvo. Un silencio espeso llenó el aire, como si todo contuviera
la respiración. Naoko apoyó la frente contra el vidrio. Dentro de la casa, su
madre pasó frente a la ventana. Tenía la misma expresión serena de siempre, la
misma blusa de lino que usaba los domingos. Su padre estaba detrás, ajustando
un marco torcido en la pared, como si nada hubiera pasado, como si el tiempo no
los hubiera tocado.
Las luces del vagón titilaron. Naoko sintió que el vagón
empezaba a moverse de nuevo. No había puertas. Pero quizá nunca las hubo
Naoko recordó su vida. Solo llevaba treinta años en este
mundo, pero habían valido la pena. Pensó en sus amigos, en lo que le costó
salir adelante. Pensó en sus deseos, en sus sueños. Amaba a sus padres, incluso
ahora que estaban muertos, y deseaba que alguien la amara así: una hija, un
hijo… o quizás varios, algún día. Pensó en el bello atardecer, en los momentos
que vivió con ellos en aquella casa. Se sentían lejanos, casi irreales, pero aun
así le daban calor. Sabía que había sido amada.
Eso la impulsó a seguir. Sus padres la amaban, pero nunca
hubieran querido que se quedara en el recuerdo. Nunca hubieran querido que se
quedara para siempre en un lugar sin tiempo. Naoko quería vivir. Necesitaba
vivir, por lo que sus padres no habían podido.
El vagón comenzó a moverse. La música sonaba cálida, como un
abrazo filial. Sentía a sus padres con ella y estaba feliz. Miró por la ventana
y los vio, sonrientes, despidiéndose con la mano. Naoko volvió a llorar, pero
esta vez de felicidad. Podía despedirse de ellos. Ese viaje le dio la
oportunidad que la casualidad y la fortuna nunca pudieron darle.
De repente, el vagón frenó con suavidad, y la música se
apagó. Naoko parpadeó. La casa, el mar, los recuerdos… todo desapareció. En su
lugar, se encontró de pie en un parque, bajo un cielo nocturno de Tokio. Las
luces de la ciudad brillaban a lo lejos, pero aquí, en este rincón apartado, el
tiempo parecía haberse detenido. Las flores de cerezo caían lentamente,
cubriendo el suelo como una alfombra de pétalos rosados, mientras una brisa
fresca acariciaba su rostro.
El mapa ya no estaba en sus manos, y por un momento pensó en
cómo aquel objeto había desaparecido. Era como si el destino lo hubiera llevado
consigo, como si ahora fuera el turno de alguien más avanzar. En ese instante,
comprendió: había vuelto al lugar exacto donde lo había encontrado, el mismo
archivo de planos olvidados, para que otro tomara su lugar, para que alguien
más viviera su propio viaje.
Estaba sola, pero no vacía. En su corazón, la calidez de un
abrazo distante seguía resonando. Recordó la sonrisa de sus padres, cómo se
despidieron con las manos agitadas. Un suave soliloquio interno la invadió: viviré
por ti, por mí, por todo lo que pudo haber sido.
Naoko cerró los ojos, respiró profundamente, y cuando los
abrió de nuevo, el parque ante ella parecía brillar con una luz especial, como
si todo estuviera alineado de alguna forma perfecta. La ciudad seguía a lo
lejos, pero el silencio y la paz del lugar la envolvían. A lo lejos, una
campana sonó, y en ese instante, supo que había vuelto. No era un regreso a lo
que perdió, sino un retorno a la vida que debía vivir, a la que aún tenía por
delante.
Con una sonrisa ligera, comenzó a caminar hacia la salida
del parque, la luna iluminando su camino. Tokio seguía ahí, pero ella había
cambiado, y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Naoko se sintió en paz.

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