La voz del padre
Cuando Clara empujó la puerta de su departamento, el silencio habitual la recibió como siempre. Dejó las llaves en el cuenco de cerámica azul, se quitó los zapatos y caminó directo al living, donde el sol de la tarde se estiraba como un gato cansado sobre el suelo de madera.
Había sido un día largo en la oficina: balances pendientes, llamados cruzados,
y esa sensación permanente de estar atrapada entre números que no le
pertenecían.
Entonces lo vio.
La grabadora.
Era una de esas viejas, rectangular y gris, con botones de
plástico y una tapa transparente que dejaba ver la cinta. Estaba sobre la mesa
del living, justo al centro, como si alguien la hubiese dejado ahí a propósito.
Clara frunció el ceño. Juraría no haberla visto esa mañana.
Juraría aún más que estaba guardada en una caja con otras cosas de su padre,
muertas junto a él hace un año.
Y entonces, sin que ella la tocara, la grabadora emitió un clic.
La cinta comenzó a girar.
—“Ésta es la historia que nunca te conté, Clara” —dijo la
voz de su padre, áspera y profunda, como siempre, como nunca.
Clara se quedó inmóvil. El aire en el departamento pareció
espesar.
La voz continuó:
—“Te la cuento ahora porque el tiempo está empezando a borrarme...”
Clara no supo si sentarse o huir. Su cuerpo quedó a medio
camino entre ambos impulsos, los brazos colgando, los labios entreabiertos. No
era una grabación cualquiera. No era como las que solían escuchar cuando su
hermano le pedía ayuda para transcribir alguna anécdota de su padre. Había algo
distinto en esa voz: una intención más suave, casi temblorosa. Como si él
también supiera que esta vez estaba más allá del tiempo, hablándole desde algún
rincón donde sólo sobreviven las palabras que aún duelen.
—"Yo no fui un padre perfecto..." —la voz siguió,
y Clara sintió que el corazón se le encogía, apretado por una culpa antigua—.
"Pero hubo cosas que quise decirte, y no supe cómo. Tal vez porque
creciste muy rápido. Tal vez porque yo también tenía miedo".
Ella cerró los ojos. El cansancio del día se desmoronó de golpe, y en su lugar
quedó solo eso: la voz del padre que había llorado en secreto cuando ella se
fue de casa, que guardaba sus dibujos en una caja bajo la cama, que ahora
parecía regresar no para contar historias... sino para saldar cuentas con el
silencio.
—“Recuerdo la vez que te vi llorar por primera vez sin hacer
ruido. Fue en la cocina, tenías nueve años, y yo discutía con tu madre en la
pieza del fondo. Pensé que no habías escuchado nada… pero claro que sí. Siempre
escuchabas todo.”
La grabación siguió, y Clara sintió cómo se le apretaba el estómago. Ese
recuerdo estaba enterrado tan hondo que le dolía reconocerlo. No sabía qué era
más difícil: que su padre lo hubiera notado, o que lo hubiera guardado durante
tanto tiempo sin decir nada.
—“Nunca fui bueno con las palabras. Siempre creí que
alcanzaba con trabajar, con darles techo, comida, escuela. Pensé que con eso
bastaba para que supieras que te quería. Pero ahora lo sé: no basta.”
Clara se cubrió la boca con una mano. Se sentó al fin, como si su cuerpo, de
pronto, se diera permiso para caer. La cinta seguía girando, suave,
persistente, como si no pensara detenerse hasta que todo fuera dicho.
—¡Ah! —un suspiro salió de la máquina—. ¿Por dónde
empiezo...? —La voz sonaba cansada. Allá donde estuviera, Clara sabía que su
padre estaba cansado. Quizás no podía seguir mientras no diera su mensaje.
Se quedó sentada en el sillón. Le temblaban las manos. Y
mientras esperaba que la grabación continuara, pensó en aquellas noches que
pasaba con su hermano escuchando las cintas para transcribirlas. Era una tarea
que él mismo se había impuesto: contar la historia de su padre… o tal vez
guardar un recuerdo de todas las cosas que decía.
Sabía que había muchas cintas, y estaba segura de que las
habían escuchado todas juntos. ¿De dónde salía esta grabación? ¿Era realmente
una cinta, o estaba su padre hablando con ella directamente? Miró la grabadora:
el botón de play no estaba activado. La cinta solo corría, pero no había
nada reproduciéndose en el estricto sentido de la palabra. Parecía más una
llamada. Una llamada de su padre, desde más allá de este tiempo.
Recordó a su padre: un hombre bajito, siempre mayor, nunca
lo conoció joven. De ojos oscuros y sonrisa amable. Siempre tenía algo que
contar, una anécdota sobre la capital, sobre sus padres, o sobre cosas
sobrenaturales que decía haber experimentado: desde avistamientos de ovnis
hasta brujas de Salamanca. Pero, aun así, seguía siendo un misterio. ¿Qué
pensaba realmente? ¿Hasta dónde podían ser ciertas las cosas que decía? Clara
nunca lo cuestionó. Asumía que eran verdad, como quien asume que el aire existe.
Y esta conexión a través de la grabadora solo confirmaba lo que siempre había
sospechado: su padre era alguien especial.
—“Lo especial, Clara… —la voz regresó, más suave ahora—, no
era lo que sabía, ni lo que contaba. Lo especial fue siempre lo que callé.”
Ella tragó saliva. La cinta parecía haber escuchado su recuerdo, como si
respondiera a lo que pensaba, como si su padre supiera exactamente en qué
momento decir cada palabra.
—“Hubo días en que quise sentarme contigo, explicarte todo. Pero no supe por
dónde empezar. Me daba miedo romper lo poco que teníamos con verdades que tal
vez no pediste. Así que las guardé… hasta ahora.”
Clara se inclinó hacia la grabadora. El corazón le latía con
fuerza, no por lo que oía, sino por todo lo que estaba a punto de ser dicho.
—“Hay una historia que nadie conoce. Ni tu hermano. Ni tu madre. Es sobre algo
que me pasó cuando tú eras muy pequeña, y que cambió la forma en que vi el
mundo desde entonces. Fue una noche, cuando volví del hospital donde
naciste...”
Clara entrecerró los ojos. Sentía que esa historia no iba a ser como las demás.
Era distinta. Algo estaba a punto de revelarse. Algo que no estaba guardado en
ninguna cinta.
—“Cuando llegué al umbral de la casa, la vi a ella” —dijo la
voz, apenas un susurro ahora—. “Sentada en los peldaños de la escalera. Tus
piernas cortas colgaban, y tenías esa chaqueta amarilla que te quedaba grande,
la misma que te gustaba usar para jugar a ser invisible.”
Clara sintió que se le helaban los brazos. Esa chaqueta... había una sola foto
donde aparecía con ella, a los cuatro años. No la usó nunca más después de que
se perdió en un viaje. Nadie, excepto su padre, podría recordarla así.
—“No me asusté, tampoco me acerqué. Solo te miré. Sonreías.
Me dijiste algo que no entendí entonces: ‘No tengas miedo de contar lo que te
falta, papá. Yo te voy a escuchar algún día.’”
La voz tembló por un instante. Clara cerró los ojos con fuerza, como si pudiera
recordar también esa noche, como si una parte de ella realmente hubiera estado
allí, sentada en el umbral del tiempo.
—“Sabía que no eras tú. Estabas recién nacida en el
hospital. Pero, sin embargo, ahí estabas, sentada en la escalera, mirándome
fijamente, con mucha ternura. Traté de entender lo que querías decirme, pero
fueron muchos años después cuando lo supe. Ese día solo me quedé mirándote.
Sabía que no eras tú. Una proyección… más allá del tiempo.”
—“Esa chaqueta te la compré cuando tenías cuatro años. Cuando la vi, recordé
aquella noche y simplemente la compré. Supongo que era el destino que la
tuvieras. Nunca, en ese año, te sentaste en la escalera a hablarme de cosas del
pasado o del futuro, así que asumo que fue una visión mía más que una aparición
tuya. Pero no me importa. Porque desde entonces supe que algún día, de alguna
forma, me escucharías.”
La cinta seguía girando, pero Clara ya no podía seguir
pensando en ella como una grabación. No tenía sentido. No había clics, ni
pausas, ni el ruido familiar de rebobinado. Era como si el aparato solo fuera
una excusa, un canal por donde su padre había encontrado forma de hablarle
desde algún lugar donde no existe el tiempo.
—“No estoy en una cinta, hija. No busques esta voz en los
estantes. No vas a encontrarme ahí.”
Clara sintió un escalofrío. Las palabras no eran un recuerdo: estaban vivas,
respiraban.
—“Te hablo porque tú estás lista. Porque abriste algo que estaba cerrado. Y
porque aún hay algo que no sabes, algo que necesitas recordar, aunque creas que
nunca lo viviste.”
La voz ya no parecía salir de la grabadora. Estaba en la habitación, flotando
suave entre las paredes, como si el padre caminara lentamente a su alrededor,
diciendo al fin lo que en vida solo supo callar.
—“Siempre te amé, hija. No con palabras, sino con lo que
hacía. Con los gestos silenciosos. Con cada abrazo que te di, aunque a veces no
fueran suficientes, aunque no supiera cómo decirte lo mucho que significabas
para mí. Mi amor está en cada rincón que tocaste, en cada lugar al que fuiste,
y aún está aquí, contigo. En cada movimiento que haces, en las decisiones que
tomas, en la sonrisa que llevas en tu rostro, que a veces es tan parecida a la
mía. Incluso en esa chaqueta que perdiste en aquel viaje, que ya no existe más
en el mundo físico, pero que yo te la dejé como un recordatorio de lo que nunca
desaparece: mi amor por ti. Aunque ya no la tengas, cada vez que pienses en
ella, recuerda que soy yo, en cada hilo, en cada costura, en cada detalle. Eso
es lo que siempre quise darte: mi amor, para que te sostuviera, incluso cuando
no pudiera estar ahí.”
La cinta se detuvo. No hubo un clic ni un zumbido final.
Simplemente dejó de sonar, como si se hubiera quedado sin palabras, o como si
el mensaje ya estuviera completo.
Clara no se movió de inmediato. Tenía la sensación de que,
si lo hacía, rompería algo frágil, algo que todavía flotaba en el aire: la voz
de su padre, el eco de sus silencios, esa ternura extraña que venía desde más
allá de los años, incluso desde más allá de la muerte.
Respiró hondo. Su cuerpo temblaba apenas, no de miedo, sino
como cuando se llora en silencio por largo rato y después no queda nada. Solo
el alivio.
Se levantó despacio, fue hasta la cocina y se preparó un té,
como él solía hacerlo: con demasiada azúcar y una rodaja de limón. Lo llevó al
living, se sentó otra vez frente a la grabadora. Pero ya no esperaba que
hablara. La miró como se mira una foto antigua, como se observa una puerta que
ya no se necesita abrir porque se conoce lo que hay del otro lado.
Después fue hasta su escritorio, buscó la caja de las
grabaciones que su hermano había guardado durante años. La abrió. Recorrió los
nombres escritos a mano en cada etiqueta, y sonrió.
Tal vez no volvería a escuchar ninguna. Tal vez sí. Pero ya no importaba.
Había escuchado lo que necesitaba. Y por primera vez en
mucho tiempo, el silencio no le pesaba.
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